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domingo, 17 de julio de 2011


La típica costumbre de refrescar nuestras bebidas usando pequeños cubitos de hielo se debe al tesón (o en realidad, terquedad) de Frederic Tudor, un norteamericano al que hace dos siglos le pareció ver un gran negocio en el transporte y fraccionamiento de grandes bloques congelados, y que pese a las burlas iniciales de sus contemporáneos, amasó una enorme fortuna y llegó a ser conocido como “El Rey del Hielo”.

Claro que, los comienzos no fueron muy sencillos. Mostrándose escépticos por lo extraño del cargamento, ningún dueño de buque mercante aceptó transportar la fría carga, viéndose forzado a invertir todos sus ahorros en la compra de un navío propio.

Su primer objetivo consistió en exportar los bloques de hielo a la isla de Martinica, en donde pensaba obtener el monopolio de las bebidas refrescantes, pero resultó un fracaso. Los lugareños no estaban dispuestos a estropear el sabor de sus bebidas locales y se negaron a comprar el hielo de Tudor, quien veía con desesperación cómo su mercadería se derretía sin remedio.

Tudor viajó por todo el país ofreciendo su original producto. Poco a poco, convenció a los dueños de los bares para que vendiesen las bebidas con hielo al mismo precio que al natural, enseñó a los restaurantes cómo fabricar helados usando sus bloques de hielo y hasta dialogó con los médicos en los hospitales para explicarles que el hielo resultaba una cura ideal para los pacientes afiebrados. Lo cierto es, que las personas jamás habían necesitado el hielo hasta que Tudor se lo hacía probar, y de ahí en adelante, no podían vivir sin él.

Finalmente, la obsesión de Tudor por los cubitos de hielo dio sus merecidos frutos, se le conoció como “El Rey del Hielo”, falleciendo próspero y feliz en 1864, varias décadas antes de que la llegada de la electricidad y los avances en los sistemas de refrigeración volvieran obsoleta a su industria.

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