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jueves, 1 de septiembre de 2011

Helen Keller


“Nos pusimos en el sendero que conduce al pozo, atraídas por la fragancia del bosque que lo rodeaba. La maestra tomó mi mano y la metió en la fuente de agua. Así, mientras la corriente fresca se deslizaba por mi mano, trazó sobre la otra la palabra “agua”, primero lentamente y después más rápido. Yo estaba ahí inmóvil, toda atenta al movimiento de sus dedos. De pronto tuve la oscura percepción de algo olvidado -un estremecimiento por la reaparición de un pensamiento sabido- y se me desveló el misterio del lenguaje. Capté que “a-g-u-a” significaba aquella frescura maravillosa que recorría mi mano. Las palabras vivificadoras despertaron mi alma, la iluminaron, le alegraron, le daban esperanzas. Las barreras estaban todavía, es verdad, pero con el tiempo serían abatidas.
Me alejé del pozo toda llena del ansia de aprender. Todas las cosas tenían un nombre y todo nombre hacía nacer un nuevo pensamiento. Llegada a casa me parecía que todo objeto que tocaba vibraba de vida nueva. Era porque yo veía todo con la extraña vista que había recibido. Aquel día aprendí tantas palabras nuevas… No recuerdo cuáles fuesen: pero recuerdo que aprendí: madre, padre, hermana, maestra, palabras que hicieron florecer el mundo para mí.
Cuando por la tarde me acosté en mi cama, hubiese sido difícil encontrara una niña más feliz que yo, toda vibrante como estaba por la alegría de aquella jornada memorable que se prolongaría en los días que seguirían”.


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