Era un jardín muy amplio. El césped se extendía formando una
suave pendiente y había hileras de árboles plantados aquí y allá. A la
izquierda de las tumbonas había un gran estanque reforzado con hormigón, que
llevaba vacío mucho tiempo a juzgar por el tono verde pálido que había
adquirido el fondo expuesto a la luz del sol. Detrás de los árboles que
quedaban a mi espalda se veía el edificio principal, una vieja casa de estilo
occidental de aspecto más bien pequeño y modesto. Sólo el jardín era grande y estaba
bastante bien cuidado.
—Debe de costar mucho cuidar un jardín tan grande, ¿no?
—pregunté mirando a mi alrededor.
—Pues, no sé —respondió ella. —Es que, cuando
era estudiante, trabajé de «corta-césped» en una empresa.
—¿Ah, sí? —dijo ella
sin interés.
—¿Estás siempre sola? —pregunté.
—Sí, siempre. Durante el día
siempre estoy sola. Por la mañana y a última hora de la tarde viene una criada,
pero el resto del día estoy sola. Oye, ¿quieres tomar algún refresco? También
tengo cerveza.
—No, gracias.
—¿En serio? No hagas cumplidos. Negué con un
movimiento de cabeza.
—¿Y tú no vas a la escuela?
—¿Y tú no vas al trabajo?
—No tengo trabajo.
—¿Estás en paro?
—Más o menos. He dejado el trabajo hace
poco.
—¿De qué trabajabas?
—De recadero de un abogado —dije—. Iba al
ayuntamiento o a las oficinas del gobierno a recoger documentos, arreglaba
papeles, comprobaba los procedimientos legales, hacía los trámites para el
juzgado, ese tipo de cosas.
—Pero lo dejaste.
—Sí.
—¿Tu mujer trabaja?
—Sí
—dije.
La paloma que había estado arrullando en el tejado de la casa de
enfrente había desaparecido. Cuando me di cuenta, sentí que me envolvía un
silencio profundo.
CRÓNICA DEL PÁJARO QUE DA CUERDA AL MUNDO.
- Haruki Murakami -