Si el verano es
plenitud, el otoño es tiempo de maduración, de sembrar las semillas para que
den fruto. Una estación reflexiva e intuitiva. La primavera es joven y agitada.
El otoño es sabio y maduro, tiempo de
culminación y declive.
Las largas puestas de sol regalándonos un
festival de cielos rojizos, reflejo de los tonos cálidos que cubren las hojas
de los árboles y el suelo para convertirse en fértil humus del que volverá a
brotar la vida. Caen las hojas y las
flores, pero brotan los frutos. Es una
estación yin, tendiente a lo receptivo, la intuición e interiorización.
Es esencial y vital conectar con los ritmos de
la naturaleza; percibir los cambios y ciclos, sentir
cómo se manifiestan el transcurrir de los días, noches y estaciones. La metamorfosis del mundo nos cambia también a nosotros.
Friedrich Nietzsche alude a ello viviendo en
Italia, en una latitud como la nuestra, al
soñar con una música que sea “jovial y profunda como un mediodía de octubre”.
Y el poeta Juan Ramón
Jiménez lo describía así:
Otoño
Esparce
octubre, al blando movimiento
del
sur, las hojas áureas y las rojas,
y, en
la caída clara de sus hojas,
se
lleva al infinito el pensamiento.
Qué
noble paz en este alejamiento
de
todo; oh prado bello que deshojas
tus
flores; oh agua fría ya, que mojas
con tu
cristal estremecido el viento!
¡Encantamiento
de oro! Cárcel pura,
en que
el cuerpo, hecho alma, se enternece,
echado
en el verdor de una colina!
En una
decadencia de hermosura,
la vida
se desnuda, y resplandece
la
excelsitud de su verdad divina.
- Juan
Ramón Jiménez -