Este verano nos quedamos en casa, en nuestro país, en nuestro pueblo o nuestro mar.
Hace un año, ya habíamos vuelto de ese viaje de
vacaciones y pasábamos en el metro más tiempo que en
casa, cuando los aplausos solo eran cosa de teatros y eventos deportivos. Sí, el mundo era una fruta desbordante y jugosa.
Sin embargo, ahora todo es muy distinto. O al menos, diferente. Este verano hemos cerrado algo más los ojos sentido el salitre de la
brisa y saboreado y prolongado el tiempo haciendo la estrella de mar en el
Mediterráneo. Las pequeñas cosas. Las sencillas. Las que antaño
parecían algo más atrapadas en el bullicio de un planeta que giraba demasiado
deprisa. El aroma de una higuera ha sido
suficiente para reconciliarnos con la luz que tanto ansiábamos. En el aire,
pensamientos y cosas que decir.
Seis meses atrás. Mes de marzo en el que todo se
paralizó y el eco de todo nos pareció más fuerte.
Al principio todo era nuevo y angustioso. También una oportunidad para quienes querían bajarse de un
mundo rápido y ser conscientes del tiempo preciado. Y así, nos dimos cuenta de
que cantarle a una planta, cocinar pan o asomar la cabeza por la ventana
mientras llovía no estaba tan mal.
Pero éste verano no íbamos a hacer ese viaje, nuestro destino: nuestro pueblo, nuestro país, la casa de nuestros padres. Y en muchos casos, trasladando la oficina a la habitación de nuestra infancia.
Y así marchamos. Con la boca cubierta y el gel de manos
en ristre. Viajando por carreteras que parecían más
nuestras que nunca.
Y así descubrimos que
el azul del mediterráneo era mucho más azul, que las gaviotas graznan de cien
formas distintas. Que hay buganvillas en la calle donde alguien olvidó una
barca. Y el aroma de una higuera que todo lo inunda y te reconcilia con algún
lugar perdido en la memoria. Porque siempre fue necesario, pero quizás nunca
antes apreciamos tanto todas esas pequeñas cosas.
Nunca antes vivimos con tanta incertidumbre. Pero tampoco apreciamos tanto el momento presente.
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