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jueves, 10 de febrero de 2011

La morera





Hay vivencias de nuestra infancia que se quedan en un lugar muy especial de nuestra memoria, y, como una antorcha están ahí, en lo más profundo de nuestra alma.

Hace un tiempo -no sé si se seguirá haciendo-, en guarderías y colegios se puso de moda “La sillita de pensar”. Un rincón con una silla y nada más. A ésta “sillita de pensar” van los niños que no se portan bien, para que “piensen”. Los niños, obviamente, nada más sentarse preguntan: “¿Me puedo levantar? ya he pensado mucho”…Si algo caracteriza a los niños, no es su quietud, sino su actividad.

Y aunque esto nada tiene que ver conmigo, pues viene a cuento porque yo si que tengo ese “rincón de pensar”- a voluntad propia -, y que visito de vez en cuando.

En mi adolescencia, éste sitio era muy particular….”Un tejado”…Si, un tejado muy bajito que había en la azotea, era un sito espectacular, desde allí divisaba gran parte de la Ciudad y sus monumentos, sobresaliendo entre todos ellos la torre de la Catedral, majestuosa, desafiando a todo el entorno.

Allí, con las piernas cruzadas y sentada sobre mis pies me pasaba las “horas muertas”, para mi, muy vivas y gratificantes.

Cargada de recuerdos de mi infancia, cierro los ojos y mi mente me transporta a la casa de los abuelos evocando episodios de mi niñez.

No tengo más de 4 o 5 años. Es verano, hace calor. Al lado de casa hay un árbol muy especial “la Morera” que veo desde mi habitación; es un árbol mágico que ejerce sobre mi un poder casi hipnótico.

Dos o tres puertas más arriba de la casa de mis abuelos, hay una carpintería, y hasta mi llega evocador el olor a serrín.

Por la siesta, cuando todos duermen salgo descalza de casa y me dirijo al árbol a coger moras – verdes, blancas y negras -. Cojo las que hay por el suelo, buscando las más oscuras,…levanto la vista y allí está él, el niño de siempre que como yo, va a coger moras.

Tiene aproximadamente mi edad. Su pelo negro. La camiseta de rayas blancas y naranja, pantalón corto y unas sandalias con una tira muy ancha blanca ribeteada en azul.

Era él quien trepaba al árbol a cogerlas - y también quien me cogía las hojas para los gusanos de seda -.

- ¡Pon el vestido que van¡ – decía.

Y yo cogía la falda del vestidito con las dos manos y me ponía debajo del árbol para recogerlas. Entonces, él, agitando fuerte las ramas, hacía que las moras, verdes, blancas y negras, cayeran sobre la falda de mi vestido … Después, nos sentábamos en el poyete de la puerta de al lado y las comíamos en silencio.

Las manchas de las moras no se quitan ¡ si lo sabré yo ¡, las regañinas que me habré llevado por esto -.

Un día, como de costumbre, fui a coger las moras, él no estaba allí, con el consiguiente fastidio por mi parte pues tendría que ser yo quien trepase al árbol si no quería conformarme con las del suelo.

Volví al día siguiente, y al otro, y al otro,….tampoco estaba…..y así todos los días.

Cogía las moras del suelo y me sentaba a comerlas en el poyete de la puerta de al lado, con la esperanza de que aparecería por alguna esquina a comerlas conmigo. Pero no fue así.

Ya no me apetecía coger moras, pues no tenía con quién comerlas.

Miraba desde la ventana de mi habitación intentando divisar la camiseta de rayas blancas y naranja,…pero nunca más la volví a ver.

El verano pasó, y vino otro verano, y otro, y otro,….pero nunca más volví a ver al niño de la camiseta de rayas blancas y naranja, pero su recuerdo siempre estará unido a la morera en lo más profundo de mi alma.

Hay otro árbol en mi memoria que también está lleno de recuerdos: “La Pasionaria”, pero también este requiere capítulo aparte.


 

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