Yo no busqué al silencio. El silencio me buscó a mi.
Pero ignoro cuándo, no
recuerdo el momento preciso, ni la manera en que llegó. Simplemente, un día
estaba ahí. Un día yo podía sentirlo, percibir sus movimientos, intuir su
mirada. Y escucharlo, escuchar sus palabras.
Ocurrió, y entonces, al
principio, fue todo confusión. Pensé que alucinaba, que solo podían deberse a
alguna forma no catalogada de locura mis percepciones extrasensoriales, mis
resueltas intuiciones, mis visiones del
vacío, tan certeras. Pero poco a poco
logré convivir con ello, volverlo a mi favor, o al impedir que se
volviera en mi contra. También le perdí el miedo. Perder el miedo es esencial
para vivir. Así, al perderle el miedo a las palabras del silencio, fue todo más
fácil. Hoy, me resulta tan cotidiana y normal la convivencia con el silencio
que forma parte de mí, como tener una estatura o un biorritmo determinados. Hoy
me pide mi hijo que escriba unas líneas para resumir cómo es convivir con el
silencio.
Y voy a ser muy breve. Tal
vez hace años habría caído en la tentación de contar cosas que me ocurrieron
por causa de mi don, percepciones ocultas que gracias a él descubrí en la
gente, luces y oscuridades del ser humano. Pero, dado que ya sumo bastantes
años, es decir, que me creo maduro y reflexivo, voy a reducirlo a lo principal,
como seguramente deberíamos hacer siempre con todo, y no solo los viejos.
La gente, cuando explico mi
relación con el silencio, espera que a continuación vengan grandes historias de
las que yo hubiera sido testigo, historias tipo la de Moby Dick o Jekyll y
Hyde. Y sin embargo, casi todo lo que me ha dicho el silencio es menos
extraordinario. Me recuerda a un viejo pergamino que hallaron hace años. Tenía
siglos de antigüedad, y todo el mundo dio por supuesto que narraría crímenes
sucesorios o tremendos secretos políticos. Y, sin embargo, una vez descifrado,
solo contenía una receta para aprovechar los melocotones maduros haciendo una
especie de compota.
Joaquín Perterra-.
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